TEXTO: Yuri Liscano / Desplazamientos

Entre las distintas modalidades y géneros del discurso visual, el paisaje ocupa un sitio destacado como garante iconográfico del territorio, ya sea natural, urbano o subjetivo. Esa es la escena imaginaria donde comienzan los relatos fundacionales de aquellas naciones que, antes de configurar su propia fisonomía, debieron demarcar el espacio de su soberanía. En Venezuela, como en el resto de Latinoamérica, la empresa de colonización fue primero visual y después política. La imaginería creada por los cartógrafos, dibujantes y pintores viajeros a inicios del siglo XIX, configuró los primeros trazos de una geografía inédita, que poco a poco y sucesivamente habría de emanciparse de la tutela metropolitana para rendirse más tarde a la promisoria grandilocuencia del progreso.

Los trabajos que conforman la exposición “Desplazamientos” de Yuri Liscano tienen un efecto contradictorio, al ofrecer una visión segmentada de distintos emplazamientos que acaban por enfatizar la inmovilidad de la imagen y de las ideas más o menos quiméricas que le sirvieron de origen. En realidad, son paisajes construidos, armados a voluntad, con el propósito explicito de romper la omnipotencia de un solo punto de vista, anteponiendo a este la suma secuenciada de varios fragmentos.

En las piezas de Liscano se encuentran dos tipos de relaciones complementarias. La primera de ellas alude al vínculo entre la fotografía y el viaje, donde el registro funciona como bitácora de los sitios visitados. La segunda, refiere una conexión contradictoria entre el paisaje y la idea del progreso, tópicos de extrema significación para la cultura regional. En ambos casos, sin embargo, afloran los ánimos e intereses del fotógrafo.

El esqueleto de un viaducto férreo en Matanzas, el isomorfismo estructural entre un edificio y un fragmento del Ávila en Caracas, la vertiginosidad subterránea de los vagones del Metro en la capital mexicana o una panorámica de la cordillera nevada en Santiago de Chile, trascienden la precisión descriptiva de los datos perceptivos. Hay en estas fotografías un modo de ver y de disponer los distintos componentes de la escena buscando revelar los presupuestos ideo estéticos y políticos que subyacen en sus cualidades sensibles. Liscano confronta lo natural y lo urbano, de manera que los emblemas de la modernidad frustrada desafían el entorno y actúan como acotaciones significativas contra la amnesia.

Incluso los observadores desprevenidos pueden constatar que nada se mueve en estas imágenes, pese al despliegue y superposición de planos consecutivos. Esas nubes de allí permanecen quietas sobre la montaña, aquellos sujetos en el andén siguen esperando frente a la puerta del tren, estos rieles que atraviesan el puente continúan achicándose en la distancia sin avanzar hacia ningún lado. Todo está inmóvil. O quizá es lo contrario, y este es un caso paradójico de “desplazamiento en la fijeza” o de “quietud dinámica”, propio de la imagen fotográfica donde las cosas, las personas y los lugares quedan rígidos para siempre, aún cuando tengan la fallida intencionalidad de dirigirse hacia alguna parte. Esa es la tragedia del proyecto desarrollista en Latinoamérica y su culto provinciano a la aceleración futurista en nombre de un porvenir que nunca llegó.

Pero así como el mapa no es el territorio, los paisajes no son lugares aunque guarden una relación de similitud especular con sus referentes. En realidad, esos parajes que se proyectan desde la imagen son constructos culturales, orientados a la conquista simbólica de la alteridad y sujetos a las convenciones del medio que les sirve de vehículo. En consecuencia, lo importante no es lo que muestran estas vistas, sino la óptica intelectual que las propicia.

Cartografías afectivas. Luis Romero, Daniel Medina, Claudio Perna




Ya antes de que Claudio Perna (Milán, Italia, 1938 – Holguín, Cuba, 1997) desarrollara su serie de mapas intervenidos a mediados de los ochenta, la cartografía era para él un “lugar común”, un espacio de convergencia donde se encontraban sujeto y territorio. Sus periplos a la costa central y los médanos de Coro, sus frecuentes ascensos al Cerro del Ávila para otear el valle de Caracas e incluso los viajes que realizó fuera del país, constituían su propia manera de construir itinerarios y demarcar situaciones asociadas a la experiencia humana y cultural. La suya, por tanto, es una cartografía hecha de apetencias y premoniciones, afectada por la deriva individual y definitivamente distanciada de los protocolos disciplinarios. Más que abstracciones del territorio, sus mapas son la proyección de un imaginario etnotópico, cuyo sentido ya estaba manifiesto en las anotaciones que realizara en Geo urbano uno de los 54 block Caribe fechados entre 1974 y 1975.

De cierta manera, la presunción en torno a la cual se estructura un núcleo importante de la obra de Perna, reaparece en una instalación reciente de Luis Romero (Caracas, 1967). La propuesta se basa en la proyección cartográfica de Gall-Peters, en la cual se corrigen las deformaciones inducidas por el modelo cilíndrico de Mercator por una cuadrícula donde las líneas horizontales disminuyen la distancia entre ellas en la medida en que se aproximan a los polos, obteniéndose una representación terráquea más cercana a la realidad. Sobre ese soporte, Romero establece distintos hitos fotográficos que denotan una relación más flexible entre la geografía y la experiencia subjetiva. Su trabajo recupera referencias a sitios y lugares (tanto propios como foráneos) para proponer un viaje que tiene como punto de partida los nombres de edificaciones emplazadas en Caracas.

Daniel Medina (Caracas, 1978), por su parte, reflexiona en torno a la cartografía como representación de la realidad. En su caso, los mapas pierden el carácter abstracto que los caracteriza en cuanto convención para transformarse en desprendimientos corpóreos. Lo plano adquiere apariencia cúbica, originando protuberancias geométricas y pliegues inéditos que interrumpen la regularidad de la superficie cartográfica. A partir de allí se articulan cruces territoriales inesperados, abriendo nuevas opciones para entender las relaciones geopolíticas.

Podría decirse entonces que esta muestra no sólo trata de mapas y subjetividades sino de las epistemologías que los propician y de los usos que se hacen de ellas. Más que un medio de orientación territorial, la cartografía ha sido (y sigue siendo) un instrumento de poder mediante el cual los grupos humanos indican y demarcan gráficamente la jurisdicción de su hábitat para afirmar sobre este su soberanía. En definitiva, aquello que se delinea en los mapas es el territorio conquistado, ya sea propio o ajeno; real o imaginario.

GUSTAVO MARCANO / “Noche de Luciérnagas” / tradición fuera de registro


Las lentejuelas subversivas. Fotografías de Gustavo Marcano / Por José Antonio Navarrete

Vi este trabajo fotográfico de Gustavo Marcano hace escasos años atrás, en un estadio previo al actual, cuando las imágenes que lo componían intentaban sobrevivirse unas a otras y buscaban el modo de interrelacionarse más eficazmente en una posible serie definitiva. Algunos rasgos del conjunto me gustaron de inmediato: el tuteo a los personajes, la recreación ambigua de los lugares entre lo ficticio y lo real, las menudas pero reveladoras incidencias de la situación fotografiada y, quizás como corolario de todo lo anterior, el interés de la propuesta por constituirse como una narrativa alejada de los clichés que asedian la representación de la performatividad maricona[1] tanto entre las buenas como entre las malas conciencias.
En una primera definición del “tema” de esta serie podría decirse que ella documenta la edición del año 2004 del concurso de belleza denominado como “la noche de las luciérnagas”, el cual se celebra anualmente en el marco de los carnavales de Carúpano con travestis como competidoras: una suerte de nueva tradición local de carácter popular. Pero ya se sabe que el tema es siempre un reductor de los significados de las imágenes y que, con frecuencia, el enunciado “objetivo” —o descriptivo— del primero poco tiene que ver con los sentidos que las segundas movilizan.
Quizás el tono “coloquial” de la serie no permite a quien la mira darse cuenta fácilmente de la pericia técnica y constructiva que tuvo que desplegar Marcano para realizar sus fotografías con la apariencia de desenfado y naturalidad que éstas muestran. Sin embargo, resulta imposible no advertir cómo en ellas el evento que se configura originalmente a imitación del arquetípico concurso de Miss Venezuela se convierte en el despliegue de un juego de alteridades distante del perfil del último: una comprensión productiva por parte del autor de la cultura transgresora en que se inserta el espectáculo que registró.
Todos los personajes que desfilan por la historia narrada se saben partícipes de una trama de complicidades, la cual finalmente implica a los espectadores del show travestista y, además –puede que hasta a pesar suyo–, al propio receptor de las imágenes. Esa “noche de las luciérnagas” a que Marcano nos invita es a su manera una politización de la máscara, la diversión, la risa y el tránsito entre géneros; un juego de construcción de la belleza femenina como estrategia subversiva; una performance, en suma, donde el deseo y la fantasía desafían la normatividad social con el poderoso brillo de lentejuelas que antes fueran humildes envoltorios de caramelos.
[1] El término ingles queer, que se puede traducir como “raro, excéntrico en apariencia o carácter”, ha sido usado también peyorativamente con el significado de maricón para aludir a personas cuyos deseos sexuales se orientan hacia otras del mismo sexo; pero en las décadas más recientes este último significado ha sido apropiado en formas de posicionamiento crítico a la normatividad sexual tanto en la teoría como en el activismo político. De este modo, en expresiones como “performatividad queer”, “cultura queer”, “teoría queer”, etc., hoy de uso extendido, el término queer puede traducirse al español como el adjetivo maricón/maricona.

TEXTO / el anexo

“Noche de Luciérnagas” / Una tradición fuera de registro
Fotografías de Gustavo Marcano

El más grande acto de travestismo que tiene una cultura es el carnaval. Allí la gente se convierte en cualquier cosa: dragón, reina, asno, sirena o híbrido vegetal. Las máscaras y disfraces hacen que cada quien encarne el personaje que prefiera por unos instantes. Como advierte Mijail Bajtin el carnaval constituye “una huida provisional de los moldes de la vida ordinaria”, porque supone “el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes”.
Sin embargo, cuando el transformismo se manifiesta en medio de los jolgorios carnestolendos la cuestión se vuelve singular, a pesar de que ocurre en ese marco de tolerancia que antecede a la cuaresma cristiana. Porque no es lo mismo disfrazarse por divertimento, que hacerlo para proclamar o reafirmar una identidad emergente, distinta a la prescrita biológicamente. Ese es, precisamente, el objeto de atención de las fotografías de Gustavo Marcano (San Tomé, Edo. Anzoátegui, 1963), a propósito de La noche de las Luciérnagas, una velada que desde hace varios años se desarrolla en un club familiar de Carúpano, en paralelo con la celebración del carnaval en esta localidad. Allí, la nocturnidad y el esplendor dionisíaco de las fiestas disimulan la carne moldeada con tirro, medias pantys y destellos de plumas.

Ciertamente, la fotografía documental en Venezuela ha dejado testimonio de las fiestas populares (tanto religiosas como paganas), incluyendo el carnaval. Lo que ha permanecido “fuera de registro” son aquellas escenas colaterales que subvierten de manera enfática los estereotipos sociales y desafían los modelos de identidad vigentes.

Marcano pone su mirada en los malabares cosméticos de un grupo de jóvenes decididos a expresar su verdadera orientación sexual en el marco del carnaval. Lo que para otros es un disfraz para ellos es un rito de tránsito o una iniciación que ocurre de cara a la escena pública. Ante esto, el fotógrafo registra los momentos previos al espectáculo, mientras los participantes se acicalan para el desfile, siguiendo la transformación física de los protagonistas paso a paso: el ocultamiento de sus genitales, el teñido del cabello, los peinados, el maquillaje y el vestido. Detrás de las cortinas, en camerinos improvisados, los jóvenes adaptan sus cuerpos a la imagen deseada.

Entre tanto, el carnaval sigue su curso con carrozas, comparsas y fuegos artificiales. Es el momento de la permisividad y de la inversión de roles, es la ocasión en que lo sublime pierde su solemnidad y lo grotesco conquista la aprobación colectiva. A fin de cuentas, el carnaval es un espacio donde se suspende el papel regulador de la norma (al menos temporalmente). Es, en fin, el momento en que las máscaras afloran y las identidades se asumen como construcciones dinámicas e ilusorias.

GABRIELA OLIVO DE ALBA / mesa ser-vida


mesa ser-vida / acción e instalación - gabriela olivo de Alba / fotografías - mauricio arechavala

Lo que hace que una persona sea una y no otra –escribe Miguel de Unamuno en Del Sentimiento trágico de la vida (1912)- “es un principio de unidad y un principio de continuidad. (…) de unidad primero, en el espacio merced al cuerpo, y luego en la acción y en el propósito”. Esa sentencia no sólo establece de manera general la identidad entre el sujeto y el obrar, sino que sirve de preámbulo para abordar la trayectoria creativa de Gabriela Olivo de Alba, una artista fuertemente motivada por el arte de acción, cuyo trabajo cabalga entre los cenagosos impulsos de la psique y la decodificación crítica del lenguaje somático. Formada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), mención Literatura Dramática y Teatro, los sueños, el deseo y la muerte figuran como aspectos recurrentes en sus proposiciones.

En sus acciones e intervenciones la artista evoca distintas experiencias de intercambio ritual, donde los comportamientos están regulados por la costumbre o la tradición, ya sea el velorio (Autofuneral. No me llores más, 2003), el matrimonio (Nupcias, 2006) o las ceremonias en torno a la comida (Mesa ser-vida, 2009). En cada caso, el acontecimiento de referencia es recreado de manera no literal, alterando el sitio donde suelen realizarse estos eventos (la sala de su propia casa en vez de la funeraria, el museo en lugar del palacio de bodas, la galería en sustitución del comedor) o modificando algunos de los elementos que lo integran (las exequias sin cadáver, el casamiento sin novio, la cena con maniquíes) para generar un efecto crítico.

Enmarcada en los complejos debates sobre el género y las representaciones, Mesa ser-vida (su propuesta más reciente) es una acción e instalación que presenta las historias de vida de varias mujeres. Ya emancipadas del fogón y el lavaplatos, “salidas de la nevera” como quien sale del closet, vienen a ocupar la mesa que (al menos en la literatura e iconografía bíblicas) sólo correspondía al maestro y sus discípulos. El milagro que allí se produce no es el de la multiplicación de los panes, sino el de la auto afirmación en el espacio de una cultura concebida y protagonizada por hombres.

Pero: ¿Qué significa “mesa ser-vida”?. Más que un ingenioso juego de palabras hay en esta frase una premisa existencial que transforma el objeto en significado. En la performance de Gabriela, el mantel es también vestimenta y la servilleta es un detonante verbal hecho para activar el diálogo y no para reprimir profilácticamente la indiscreción de una boca abierta.

En torno a la mesa, enfrente o al lado del otro (o de la otra), entre la palabra, el silencio de la masticación y el ruido de los cubiertos, se ventilan asuntos que trascienden el placer de la digestión. Es en el comedor, cuando los convidados se disponen a engullir sus respectivas raciones de alimento no sólo se celebran las delicias del paladar; también se interrogan los silencios y las ausencias. Llega el momento en que lo que entra (el alimento) y lo que sale (la voz compartida de los comensales) se mezcla en una misma respiración, en un aliento coral, aunque no exento de tensiones, reservas y euforias.