JUAN CARLOS RODRÍGUEZ / texto

En ocasiones, el itinerario de un artista puede tornarse azaroso e impredecible, sobre todo cuando la propia experiencia de vivir lo conduce hacia senderos poco transitados donde las fronteras pierden la nitidez y las certidumbres se derrumban. Ese es el caso de Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967), un creador que ha dedicado varios años al trabajo con comunidades urbanas y que ahora ha desplazado su interés hacia los problemas de la cultura rural, tomando como punto de partida la sabana altoapureña. Al cambiar de contexto, también se ha modificado la posición del artista y la manera de articular el discurso; todo ello en sintonía con las contingencias personales y profesionales que lo llevaron a vincularse con la regia vastedad de los llanos venezolanos, sin ceder al tentador atractivo del paisaje. A diferencia de su obra anterior, el artista se expresa en primera persona y utiliza como vehículo el video celular, situándose en un punto intermedio entre el campo del arte y el imaginario popular.

En la exposición Tres poemas, tres lecciones de joropo y un traje militar, Rodríguez se pasea entre la autorreferencialidad biográfica y la recreación ficcional de la figura del llanero, personaje irreverente, de ásperos modales y parlamentos fluidos. Lejos de la organicidad stanilaskiana el hombre recio de la llanura construido por Rodríguez dedica sus coplas al campo del arte en vez de cantarle a la sabana, pues la construcción del sujeto que narra, recita y baila difiere mucho de la idealizada rudeza del nativo de la llanura. Piensa en el minimalismo y la escultura social, en la performance y la video instalación, asuntos que lo colocan en un
territorio paralelo –rural y globalizado- donde se mezclan el drama y la cursilería.

Entre las piezas que componen la muestra se encuentra un gran paño manchado de chimó mascado y escupido, sobre el cual está cosido el patrón de un uniforme militar. Allí, la “figura” y el “fondo” conforman una elaborada abstracción del contexto y las tensiones que lo atraviesan. Complementan el conjunto una serie de videos en loop, acompañados por algunas coplas y coreografías danzarias creadas por el autor. Los poemas versan en torno al arte contemporáneo, los no lugares y, finalmente, sobre la historia de la matanza de la Rubiera ocurrida en 1967. Por su parte, las lecciones de joropo palometeao y zapateao en alpargatas y con acordes de música árabe parodian la llamada “cultura étnica”, añadiendo a esta un comentario irónico sobre la institución museal.

Se trata de video acciones de corta duración donde se mezclan la declamación, la música y el baile. La cámara del celular actúa como un espejo móvil que acompaña de manera cómplice los momentos de ansiedad y euforia. Cada fragmento es un relato breve, conciso, ambientado en la topografía de un paisaje ausente –un territorio invisible- donde se vislumbran los sacudones del deseo, la violencia y el humor. El lugar al que se refieren estas imágenes no es un paraíso bucólico, sino un escenario donde se perpetran asesinatos y secuestros. Comandos guerrilleros, grupos paramilitares y fuerzas gubernamentales merodean el relato pero no se dejan ver, como tampoco se visualiza aquella omnipresencia verbal del mundo del arte.

En sus múltiples paradojas e imposturas, la exposición de Rodríguez se coloca en un sitio de interlocución altamente conflictivo; una paramodernidad basada en el saboteo de lo canónico, cuestión que se hace explícita en la figura del llanero mal construido. La suya es una modernidad paralela, insurgente y rural que subvierte las nociones de civilización y barbarie, desenmascarando la “falsa erudición” y el “falso planteamiento”.